Se tambalean, continuamente. No tienen descanso.
Hace viento y la peor parte se la llevan los pétalos casi marchitos: les obligan a caer.
Las hojas aguantan las turbulencias agarrándose fuerte al tallo, intentándose no pinchar con las espinas y rezando porque el pulgón no las haya debilitado en exceso.
Cuando el viento se detiene llega la calma y puedo notar cómo sonríen.
Cuando las nubes dejan salir al sol, mis plantas se iluminan: están radiantes.
Me sorprende su capacidad para aguantar estoicamente el viento y el frío. Pero sobre todo la paciencia que han tenido durante meses para florecer en primavera.
Y, entonces, estarán mejor que nunca, siempre mejor que el año anterior.